
En el mundo medieval, el poder dependía de la proximidad. Los reyes otorgaban tierras a cambio de lealtad. Los señores exigían tributo. Los campesinos, sin voz directa en su gobierno, vivían y morían bajo un régimen que no podían desafiar.
La arquitectura del feudalismo era rígida pero familiar: jerarquías impuestas mediante la violencia, lealtad comprada con favores, y la verdad subordinada a las ambiciones de la élite gobernante.
Mil años después, esa arquitectura luce diferente, pero los principios permanecen. En Estados Unidos, bajo Donald Trump —tanto durante su primera presidencia como ahora—, la reaparición de dinámicas feudales no es un asunto académico.
Es visceral. Lo que estamos presenciando no es solo el deterioro de las normas democráticas, sino la consolidación de una cultura donde el miedo, la representación teatral y la lealtad personal se han convertido en la moneda del poder.
Esto se ve con mayor claridad dentro del propio régimen de Trump, donde los aliados se traicionan entre sí en busca de influencia y la política pasa a segundo plano frente al espectáculo. Los informes sobre choques internos continuos pintan un retrato vívido de un gobierno empantanado en el conflicto interno. Es una Casa Blanca donde las decisiones sobre personal se toman no por competencia, sino por obediencia.
El secretario de Defensa, Pete Hegseth, por ejemplo, se mantuvo en su cargo a pesar del caos que rodeaba su conducta, incluyendo reportes de compartir operaciones militares confidenciales en chats digitales no seguros. En lugar de condenar esta violación, Trump defendió a Hegseth y desestimó las críticas como “noticias falsas”. Los hechos eran irrelevantes. Lo que importaba era la lealtad y el ego.
Esto no es nuevo. Durante el primer mandato de Trump, su administración cambió jefes de gabinete, asesores de seguridad nacional y directores de comunicación a un ritmo vertiginoso. Aquellos que lo cuestionaban —desde el general John Kelly hasta el secretario de Defensa James Mattis— fueron marginados o despreciados.
Aquellos que adoptaron su visión confrontativa y de suma cero de la política fueron promovidos. En tal ecosistema, el poder no se sostiene mediante el servicio institucional, sino por una lealtad teatral al hombre en el centro. No importa cuán desequilibrado pueda estar ese hombre.
En un contexto histórico, esto evoca a la corte feudal, donde el acceso al soberano era el único camino hacia la influencia, y donde los rivales maniobraban no a través del debate político, sino mediante la difamación, la intriga y la traición susurrada.
Los leales a Trump de hoy son los cortesanos de palacio de ayer. Sus armas no son espadas, sino chats en Signal y publicaciones en redes sociales. Su campo de batalla no es un reino, sino el Ala Oeste y el aparato más amplio del poder federal.
El espectáculo se retroalimenta. Crea una cultura de intimidación, donde se valora la dominación por encima del discurso, y donde incluso la disidencia interna se trata como deslealtad.
Exfuncionarios de Trump, ahora convertidos en críticos, describen un clima de “colapso” y vigilancia, donde figuras como la provocadora de extrema derecha Laura Loomer no solo son bienvenidas, sino que tienen influencia sobre el personal de la Casa Blanca. Sus cruzadas para eliminar a empleados “desleales” no se encuentran con precaución, sino con acción.
Las personas son despedidas por capricho. Las decisiones se toman sin reflexión. Seguidoras como ella son empoderadas, y el daño que causan al público estadounidense es extenso.
La lógica es inconfundible: la paranoia se premia, y el poder fluye a través de pruebas de lealtad, no de calificaciones.
Quienes no están atrapados en la órbita del líder de culto MAGA deben elegir: repetir el mensaje o enfrentar la exclusión.
Los asesores comerciales de Trump han protagonizado disputas públicas —notoriamente el oligarca sudafricano Elon Musk enfrentándose con Peter Navarro—, pero nadie es removido a menos que su deslealtad se vuelva un espectáculo público. Incluso entonces, el castigo es inconsistente. La línea entre la crítica y la traición es invisible, cambiante y, en última instancia, determinada por el propio Trump.
Todo esto refleja el concepto feudal de “favor”, una fuerza política no sujeta a la ley, sino a los caprichos del trono.
El caos resultante no es un accidente. Es una estrategia. Trump desde hace mucho se ha presentado como un rey forastero, desmantelando el estado burocrático bajo el disfraz de reforma, mientras lo reemplaza con una jerarquía impulsada por la personalidad.
Cuanto más inestable el entorno, más dependientes se vuelven todos de su aprobación. El cálculo es simple: socavar las instituciones tradicionales, elevar la lealtad personal y convertir al Estado en un reflejo del soberano distorsionado.
Las consecuencias para la democracia son profundas. En una república funcional, las instituciones actúan como amortiguadores contra el poder individual. Los tribunales supervisan al Ejecutivo, las agencias proveen continuidad y las elecciones ofrecen renovación.
Pero en un sistema feudalizado dominado por matones, esas instituciones son ignoradas o reconfiguradas para servir a las ambiciones del poder dominante. La verdad se vuelve opcional. La lealtad lo es todo.
Nada resulta más alarmante que la postura de Trump hacia el ejército. A pesar de las crecientes controversias —incluida la participación de actores ajenos al gobierno en discusiones confidenciales de seguridad nacional—, la Casa Blanca ha atacado al personal del Pentágono, presentando a la institución como parte de una resistencia al “cambio monumental”. Al hacerlo, retrata a las fuerzas armadas no como un pilar de la seguridad nacional, sino como una amenaza a la autoridad presidencial.
Esta inversión —donde el Estado se ve como un obstáculo en lugar de una responsabilidad— es central en la cultura del matón que impulsa el movimiento político de Trump. No se trata simplemente de fuerza. Se trata de dominación. Y la dominación, en esta lógica, requiere enemigos.
Ya sean esos enemigos empleados públicos, periodistas, inmigrantes o incluso antiguos aliados, el ciclo es el mismo: aislar, desacreditar, reemplazar. Cada desafío es una traición. Cada lealtad debe ser visible. Cada silencio es sospechoso.
El daño va mucho más allá de Washington. En todo el país, esta visión del mundo alienta a los ciudadanos estadounidenses no a participar, sino a temer. No a deliberar, sino a gritar. No a construir, sino a destruir. Fomenta un ambiente político tóxico en el que el poder se protege mediante la intimidación, y la crítica se trata no como un acto cívico, sino como un ataque personal.
Nada de esto sucede en el vacío. La cultura de la coerción se extiende hacia afuera, metastatizándose en los gobiernos estatales, los ecosistemas mediáticos y las estructuras políticas locales. El modelo de Trump de premiar a los serviles y destruir a los escépticos es cada vez más el plan de supervivencia política dentro de su partido. No basta con estar de acuerdo. Hay que demostrar devoción. No basta con evitar la crítica. Hay que atacar a quienes se consideran enemigos.
Esto no es ideológico. Es feudal. En el feudalismo clásico, los señores exigían tributo. Los barones políticos actuales del Partido Republicano exigen retuits, declaraciones públicas de lealtad y la vilificación de los supuestos traidores. Es una lealtad transaccional, no hacia ideas o resultados, sino hacia la figura central que concede el poder.
Y sin embargo, la ilusión de unidad es solo eso —una ilusión. Detrás de las representaciones públicas de lealtad hay una corte en desorden. Asesores enfrentados. Departamentos fracturados. Un aparato de seguridad nacional tensionado por la intervención de aficionados y la paranoia populista. Y un Ejecutivo que minimiza cada fractura como “noticias falsas”, incluso mientras las grietas se amplían bajo sus pies.
Esta es la ironía de la cultura del matón: exige fuerza, pero se alimenta de la inseguridad. El dominio político de Trump depende de proyectar control absoluto, pero es precisamente ese control el que está constantemente en duda.
Cada disputa, cada filtración, cada escándalo —incluso entre sus aliados más cercanos— es una señal de que el sistema se está devorando a sí mismo. Como todo régimen feudal, queda atrapado en un ciclo de purgas y ascensos, de inestabilidad disfrazada de dinamismo.
En este entorno, la verdad no puede prosperar. Los hechos se moldean para encajar en narrativas de lealtad. La transparencia es performativa, no sustantiva. Cuando se les confronta con la disfunción interna de la administración, los portavoces de la Casa Blanca ofrecen lugares comunes sobre trabajo en equipo y resultados, mientras descartan preocupaciones legítimas como partidistas o desleales.
Es el lenguaje del gaslighting, no del gobierno.
Pero mientras las disputas palaciegas puedan entretener, las consecuencias son gravemente serias. Una presidencia gobernada por la lealtad personal en lugar de la competencia genera riesgos reales: desde crisis mal gestionadas hasta una política exterior errática, pasando por un servicio civil debilitado y desmoralizado por la agitación constante.
Como señaló el exasesor de seguridad nacional John Bolton, la configuración actual del círculo íntimo de Trump carece no solo de coherencia ideológica, sino también de seriedad profesional. No fueron contratados para gobernar. Fueron contratados para obedecer.
Ese es el modelo que Trump siempre ha preferido: un imperio de ejecutores, no de expertos. No busca comandar una burocracia. Busca dominar una corte. En este marco, la competencia es prescindible, pero la lealtad es sagrada.
Es la razón por la que figuras como Musk obtienen acceso, mientras asesores con experiencia son ignorados. Por la que funcionarios veteranos son descartados por decir verdades incómodas, mientras que los conspiracionistas son elevados por sus halagos falsos.
También es la razón por la que el torbellino de conflictos no es un error, sino una característica. El caos sostiene la jerarquía al garantizar que nadie fuera de la figura central se vuelva demasiado poderoso, demasiado independiente o demasiado creíble. En términos feudales, el rey debe mantener a sus vasallos en competencia. Su supervivencia depende no del desempeño, sino de la proximidad. Y la amenaza constante de destierro o humillación pública es lo que garantiza la obediencia.
El resultado moderno es una presidencia gobernada no por políticas, sino por rituales de poder. Las decisiones de personal se toman en reuniones en la Oficina Oval con provocadores de internet. La política exterior se enreda en disputas personales y aranceles que cambian de dirección según a quién se le esté poniendo a prueba la lealtad esa semana.
Mientras tanto, se le dice al pueblo estadounidense que esto es normal. Que semejante comportamiento insano es lo que representa el verdadero liderazgo según la mitología MAGA. Que la brutalidad es fortaleza, y la decencia es debilidad. Que cuestionar la autoridad es traicionar la causa. Es la lógica del castillo medieval, con muros altos, fosos profundos y una población que conoce su lugar.
Pero los estadounidenses no son campesinos. Y Estados Unidos no es un castillo.
Si la democracia va a significar algo, debe rechazar este pacto feudal. Debe rechazar la cultura de los matones y la lealtad performativa. Debe afirmar que la verdad importa más que la proximidad, que la competencia vale más que la lealtad, y que el poder en una república pertenece al pueblo, no al soberano corrupto que exige tributo.
Estados Unidos no necesita un rey. Necesita un gobierno. Y debe recordar la diferencia, antes de que la pompa de la lealtad se convierta en la ley del país.
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Alex Brandon (AP)