
La orden de Donald Trump para reabrir la isla de Alcatraz como prisión federal operativa fue recibida con confusión generalizada, advertencias logísticas y rechazo por parte de expertos legales y líderes locales el 5 de mayo.
Pero más allá de los obstáculos prácticos de reconstruir una instalación penitenciaria extinta en medio de la bahía de San Francisco, los críticos afirman que la maniobra representa algo más profundo. Dicen que se trata de un gesto escenificado políticamente para invocar nostalgia por un pasado brutal y desviar la atención de los crecientes fracasos del presidente en materia de políticas públicas.
“Durante demasiado tiempo, Estados Unidos ha sido azotado por delincuentes reincidentes, violentos y despiadados —la escoria de la sociedad— que nunca aportarán nada más que miseria y sufrimiento. Cuando éramos una Nación más seria, en el pasado, no dudábamos en encerrar a los criminales más peligrosos y mantenerlos lejos de cualquier persona que pudieran dañar. Así es como debe ser. Por eso, hoy estoy ordenando a la Oficina Federal de Prisiones, junto con el Departamento de Justicia, el FBI y el Departamento de Seguridad Nacional, que reabran una ALCATRAZ sustancialmente ampliada y reconstruida, para albergar a los delincuentes más despiadados y violentos de Estados Unidos.” — Donald Trump, 4 de mayo de 2025 (vía Truth Social)
La instalación, que fue cerrada en 1963, es actualmente un Monumento Histórico Nacional operado por el Servicio de Parques Nacionales. La Oficina Federal de Prisiones no tiene jurisdicción allí, y la realidad práctica de reabrirla es abrumadora.
“La isla no tenía fuente de agua potable”, según la Oficina Federal de Prisiones, “así que casi un millón de galones de agua tenían que ser transportados en barcazas cada semana”.
Cada envío de suministros —desde alimentos hasta combustible y equipo de mantenimiento básico— tenía que ser trasladado por aguas frías y agitadas.
Para 1959, al gobierno federal le costaba $10.10 por día alojar a un prisionero en Alcatraz. En comparación, el costo era de $3.00 por día en una prisión federal en Atlanta. La diferencia financiera era tan marcada que el Congreso finalmente decidió que era más eficiente construir instalaciones completamente nuevas que mantener operativa la isla.
Actualmente, la Oficina Federal de Prisiones cuenta con 16 penitenciarías que cumplen las mismas funciones de alta seguridad que Alcatraz, incluida su instalación de máxima seguridad en Florence, Colorado, y la penitenciaría federal en Terre Haute, Indiana, que alberga la cámara federal de ejecución.
Incluso dentro de la infraestructura envejecida del sistema, esas instalaciones están mejor equipadas que una carcasa en ruinas que no ha albergado a un recluso en más de seis décadas.
Entonces, ¿por qué recuperarla? Trump dice que la decisión es una respuesta a “jueces radicalizados” que insisten en el debido proceso para los deportados.
La medida ha sido ampliamente interpretada como una forma de espectáculo, una señal performativa dirigida a su base en un momento de creciente vulnerabilidad política.
Actualmente enfrenta una reacción cada vez más fuerte por sus fallidas políticas arancelarias, que han provocado un aumento en los costos al consumidor y han generado críticas bipartidistas. También está viendo erosionarse el apoyo a sus iniciativas de deportación masiva.
Ninguno de los programas ha producido las ganancias políticas prometidas. Con sus índices de aprobación cayendo en estados clave, la orden de revivir Alcatraz es vista ampliamente como un giro hacia una distracción hecha para los titulares, envuelta en una nostalgia punitiva.
El resurgimiento de Alcatraz también encaja dentro de una tradición más amplia de invocar el “orden público” como arma política. La isla en sí evoca imágenes de aislamiento, sometimiento y castigo extremo. Esas imágenes cargan un peso cultural significativo, especialmente cuando se utilizan para proyectar dominio y disuasión.
Esa imaginería también conlleva un matiz racial que muchos defensores de los derechos civiles han señalado. Alcatraz, con su mito de lejanía, desolación e inescapabilidad, evoca una óptica de dominación total. Su regreso al uso activo encajaría perfectamente en una narrativa nacionalista blanca que fusiona el “orden público” con la exhibición pública.
Durante la era de las leyes Jim Crow, las brigadas de trabajos forzados fueron un mecanismo legal para extender la esclavitud con otro nombre. Los hombres negros eran desproporcionadamente atacados con leyes de vagancia, y luego sentenciados a trabajos forzados por delitos menores o fabricados.
Eran encadenados, exhibidos y forzados a trabajar bajo vigilancia armada. Era un sistema diseñado tanto para castigar como para ser visto públicamente. El simbolismo de Alcatraz, como lugar de contención y severidad teatral, proviene directamente de esa misma herencia ideológica. Su función no es simplemente encarcelar, sino castigar como espectáculo de poder.
Alcatraz albergó a algunos de los reclusos más infames en la historia de EE. UU., incluidos Al Capone y George “Machine Gun” Kelly. Las corrientes implacables, las aguas frías y el aislamiento de la isla la hacían prácticamente imposible de escapar.
Durante sus 29 años de operación, 36 hombres intentaron escapar en 14 intentos distintos. Casi todos fracasaron. Una fuga de 1962, protagonizada por Frank Morris y los hermanos Anglin, inspiró la película de Clint Eastwood Escape from Alcatraz, que dramatizó su audaz huida en una balsa hacia la bahía. Se desconoce si sobrevivieron.
Aunque Alcatraz recibía prisioneros de todo el sistema federal, no existe ningún registro público verificado que confirme que se haya alojado allí a reclusos de Milwaukee ni de ningún otro lugar de Wisconsin. La Oficina de Prisiones no solía divulgar datos biográficos como el lugar de origen, y la residencia rara vez se registraba oficialmente.
La ausencia de evidencia no descarta la posibilidad. Alcatraz albergó a más de 1,500 reclusos entre 1934 y 1963. Pero no hay archivos ni casos conocidos que confirmen una conexión con Wisconsin. En ese silencio, el legado de Alcatraz se impone más que los detalles que dejó atrás.
Hoy, su mística atrae a más de un millón de turistas al año, según el Servicio de Parques Nacionales. Las entradas cuestan $47.95. Los visitantes cruzan en ferry para explorar las celdas austeras y la historia preservada que documenta el infame pasado de la prisión.
Desde su designación como sitio protegido en 1973, Alcatraz se ha convertido en una pieza clave del patrimonio público, tanto como memoria cultural como parte del Área Recreativa Nacional Golden Gate. Reconvertir el sitio en una prisión no solo le quitaría ese estatus, sino que también destruiría un recurso económico y educativo vital.
La ex presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, demócrata de California cuyo distrito incluye la isla, cuestionó la viabilidad de reabrir la prisión después de tantos años.
“Ahora es un parque nacional muy popular y una atracción turística importante. La propuesta del presidente no es seria”, escribió en X.
Aunque Trump insiste en que reabrir Alcatraz es un paso hacia la protección de los estadounidenses contra “lo peor de lo peor”, expertos señalan que se trata de un plan profundamente impráctico sin base en la estrategia penitenciaria moderna.
Actualizar la instalación a los estándares actuales requeriría inversiones masivas en un momento en que la Oficina Federal de Prisiones ha estado cerrando instalaciones por problemas similares de infraestructura.
Incluso sin las cargas logísticas de la isla, la Oficina de Prisiones ya se encuentra bajo presión. Una crisis interna ha afectado a la agencia desde al menos 2019, cuando el suicidio de Jeffrey Epstein en el Centro Correccional Metropolitano federal de Nueva York expuso fallas sistémicas en supervisión, personal y respuesta a emergencias.
Una investigación posterior reveló fallas profundas y previamente no reportadas dentro de la Oficina de Prisiones, incluyendo conducta criminal generalizada entre empleados, abusos sistemáticos, decenas de fugas y violencia crónica sin resolver en múltiples instalaciones.
Una prisión federal para mujeres en Dublin, California, fue objeto de escrutinio nacional tras revelaciones de abusos sexuales sistemáticos por parte del personal. Esas denuncias ayudaron a impulsar una reforma legislativa. El año pasado, el presidente Joe Biden firmó una ley que fortalece la supervisión de la agencia tras una serie de reportajes de Associated Press que destacaron sus múltiples fallas.
El llamado de Trump a reabrir una instalación notoriamente costosa y obsoleta en medio de ese caos ha generado críticas incluso dentro del ámbito federal. Un portavoz de la Oficina de Prisiones emitió una declaración limitada diciendo que la agencia “cumplirá con todas las órdenes presidenciales”, pero se negó a responder preguntas sobre la viabilidad o si el Departamento de Justicia o el Servicio de Parques Nacionales habían sido consultados.
La administración también ha promovido una serie de propuestas polémicas sobre encarcelamiento y detención. Trump planteó la idea de enviar prisioneros estadounidenses a una instalación de máxima seguridad en El Salvador, una prisión extranjera infame por internamientos masivos, abusos a los derechos humanos y falta de debido proceso.
También ha ordenado al Pentágono y al Departamento de Seguridad Nacional que abran nuevas zonas de detención en la bahía de Guantánamo, con capacidad para albergar hasta 30,000 detenidos catalogados como “criminales extranjeros más peligrosos”.
Alcatraz, en contraste, no es una fantasía. Es un lugar físico con peso histórico. Pero convertirlo nuevamente en prisión requiere más que una declaración presidencial. Implicaría obstáculos legales, ambientales y legislativos, sin mencionar el consentimiento del Servicio de Parques Nacionales.
La idea de que podría reconstruirse y modernizarse rápidamente como una instalación de alta capacidad para albergar a “los delincuentes más despiadados y violentos de Estados Unidos” ignora décadas de abandono y el costo extraordinario de restauración.
Aun así, la visibilidad de la isla —en la bahía frente a la costa de San Francisco y visible desde el Puente Golden Gate— la convierte en un escenario ideal para la inclinación de Trump por acciones simbólicas pero vacías. Reabrirla implicaría reclamar no solo una prisión, sino el mito del encarcelamiento perpetuo y la ausencia de misericordia cristiana.
“Cuando éramos una Nación más seria, en el pasado, no dudábamos en encerrar a los criminales más peligrosos y mantenerlos lejos de cualquier persona que pudieran dañar. Así es como debe ser.” — Donald Trump, 4 de mayo de 2025 (vía Truth Social)
El lenguaje evoca una añoranza por una América del pasado. Pero ese pasado, para muchos, incluía sometimiento racial, sesgo judicial y un sistema penitenciario construido para atacar a poblaciones marginadas.
Alcatraz ya no es una prisión funcional. Como escenario, satisface la necesidad de Trump de provocar drama. Crea un gesto visible y cinematográfico de mano dura. No tiene que lidiar con las crisis subyacentes: tribunales sobrecargados, instalaciones sin fondos, violencia carcelaria en aumento y un sistema de inmigración sin claridad legal.
En ese sentido, Alcatraz no es una respuesta al crimen. Es una declaración sobre quién puede ser olvidado en Estados Unidos. Su regreso no busca resolver nada. Está diseñado para recordarle al país que Trump tiene poder absoluto y a quién podría enterrar con él.
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