
Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca en 2025, su base política ha emergido como una de las fuerzas más estudiadas y polarizadoras en la historia política de Estados Unidos.
Endurecido por años de agitación social, retórica conspirativa y pruebas de lealtad, el bloque de votantes conocido como el movimiento Make America Great Again (MAGA) ha evolucionado hacia una subcultura marcada por una identificación emocional profunda con Trump, el rechazo a la legitimidad institucional y una visión del mundo definida menos por preferencias políticas compartidas que por un sentido común de agravio y desafío.
Periodistas, académicos y analistas políticos han pasado años intentando descifrar qué impulsa a la base MAGA. Aunque no existe un perfil único que describa a todos sus seguidores, han surgido patrones conductuales y psicológicos consistentes.
Estos rasgos no provienen de evaluaciones clínicas, sino de reportajes longitudinales, datos de opinión pública y comportamientos observables en la vida política y cívica.
En el corazón del movimiento yace una narrativa de persecución y traición.
Para muchos seguidores de Trump, su respaldo al delincuente condenado, a pesar de sus mentiras evidentes y retórica incendiaria, no se basa en el conservadurismo tradicional, sino en la creencia de que él es el único que articula su sentimiento de alienación.
Este sentimiento se refleja con frecuencia en el lenguaje del victimismo: Trump no es solo un candidato, sino un mártir asediado por élites corruptas.
Esa narrativa se ha mantenido firme frente a hechos que, de otro modo, podrían descalificar a un líder político. Las imputaciones penales contra Trump, sus intentos abiertos de anular las elecciones de 2020 y su campaña de desinformación no han alejado a su base. Acciones grotescas como esas solo han fortalecido su compromiso.
En esta dinámica tóxica y distorsionada, cualquier ataque contra Trump no se percibe como una consecuencia legítima del estado de derecho, sino como más evidencia de un sistema manipulado contra los “verdaderos estadounidenses”.
Esta mentalidad de asedio es un rasgo definitorio de lo que los expertos llaman populismo autoritario. Se trata de una orientación psicológica que busca un liderazgo fuerte y carismático para restaurar una grandeza percibida como perdida, a menudo culpando a grupos vulnerables como chivos expiatorios.
Para los seguidores de MAGA, ese liderazgo está casi completamente personalizado en Trump. Su dominio no es ideológico, sino simbólico. Es una proyección de fuerza, venganza y transgresión contra la corrección política y las normas institucionales.
“Él dice lo que pensamos” es una frase común en los mítines de MAGA, repetida en innumerables entrevistas con los medios de comunicación.
La frase encapsula la relación profundamente emocional entre líder y seguidor. Es un vínculo forjado no a través de promesas políticas, sino mediante el desprecio compartido por los enemigos percibidos. En este paradigma, la verdad es secundaria a la lealtad. Las mentiras documentadas de Trump sobre fraude electoral, estadísticas delictivas de inmigración o incluso su fallida respuesta a la pandemia de COVID-19 suelen ser defendidas como recursos retóricos más que como engaños.
La negación de la realidad, de hecho, se ha convertido en un rasgo central del movimiento. Desde afirmaciones falsas de que las elecciones de 2020 fueron robadas hasta el negacionismo en torno al ataque al Capitolio del 6 de enero, la ideología MAGA reescribe los acontecimientos para que encajen con narrativas emocionalmente satisfactorias.
No se trata de individuos desinformados sin acceso a los hechos. Como han demostrado múltiples estudios, los seguidores de MAGA consumen grandes cantidades de contenido político, pero casi exclusivamente de fuentes hiperpartidistas que refuerzan sus creencias previas.
El efecto de cámara de eco se amplifica con el refuerzo de la identidad social. Cuestionar a Trump, incluso mínimamente, conlleva el riesgo de ser excluido de la comunidad MAGA.
Figuras públicas que se han desmarcado, como antiguos aliados del Partido Republicano que votaron a favor del juicio político o certificaron los resultados electorales, han sido tachadas de traidoras. Esta intolerancia al disenso es central en la psicología del movimiento: la ambigüedad es debilidad, el matiz es traición.
La política MAGA prospera con binarismos como nosotros contra ellos, patriotas contra globalistas, creyentes contra “herejes woke”.
Esta visión rígida del mundo resulta emocionalmente satisfactoria pero estructuralmente frágil. Requiere una reafirmación constante mediante lealtad performativa e indignación ritualizada. Por eso el movimiento está lleno de espectáculos infantiles como las gorras rojas, las capas con banderas, los cánticos de “Enciérrenla” o “Construyan el muro”. No son solo consignas. Son afirmaciones de pertenencia.
Dentro de este ecosistema político, la crueldad a menudo se valora. Las burlas de Trump a personas con discapacidades, sus ataques contra mujeres, inmigrantes y rivales políticos —comportamientos que normalmente repugnarían a votantes tradicionales— son celebrados por los seguidores de MAGA como expresiones de autenticidad.
La disposición a ofender se redefine como fortaleza. Los oponentes políticos no están equivocados. Son enemigos. Y el sufrimiento infligido a esos enemigos, ya sea mediante políticas o retórica, se convierte en fuente de gozo y validación.
Psicólogos políticos que han estudiado extensamente regímenes autoritarios han señalado que el atractivo de líderes como Trump no radica solo en lo que prometen hacer por sus seguidores, sino en lo que prometen hacerles a sus enemigos.
Esa promesa no es metafórica. Desde cánticos que claman por la ejecución de oponentes hasta fantasías en línea sobre una guerra civil, existe una veta de amenaza jubilosa en la cultura MAGA que la distingue de iteraciones previas del populismo de derecha.
Este espíritu se manifestó con mayor claridad durante la insurrección del 6 de enero de 2021, cuando seguidores de Trump asaltaron el Capitolio de Estados Unidos en un intento por detener la certificación de una elección que creían que había sido robada.
Los atacantes no ocultaban sus identidades. Muchos transmitieron en vivo la irrupción, ondearon banderas con el nombre de Trump y posaron para fotos dentro de las oficinas del Congreso. Su objetivo no era una revolución encubierta, era un espectáculo. Era mostrarle al mundo, y entre ellos mismos, que estaban dispuestos a luchar por su versión de una América oscura alimentada por el odio.
Esa versión de Estados Unidos es jerárquica, excluyente y nostálgica. La retórica MAGA invoca con frecuencia un pasado mitificado que existía antes de que la inmigración, el feminismo o el ajuste racial transformaran el panorama social. En esa narrativa falsa, Trump no es tanto un hombre como una máquina del tiempo: un portal a un país donde los hombres blancos, cristianos y heterosexuales tenían autoridad incuestionada.
Pero los seguidores de MAGA no se ven a sí mismos como supremacistas. Se ven como desposeídos. Esta percepción de pérdida —económica, cultural y simbólica— alimenta una ira justificada. El hecho de que muchos votantes de MAGA vivan en regiones desproporcionadamente afectadas por la desindustrialización y el declive económico no es incidental. El movimiento les proporciona un vocabulario para señalar culpables.
Esa ira se ha convertido en un componente permanente del compromiso político de derecha. Imperios mediáticos conservadores, desde Fox News hasta medios más extremos como OAN y Newsmax, han construido sus modelos de negocio en torno a avivar y monetizar esa rabia. Cada propuesta política de los demócratas se presenta como una amenaza. Cada movimiento social por la equidad es un ataque. En este paisaje, el agravio es una identidad.
La estructura de la identidad MAGA también se refuerza mediante rituales de repetición. Los mítines de Trump no funcionan meramente como actos de campaña, sino como reuniones emocionales de avivamiento. Los asistentes corean al unísono, abuchean a los periodistas y celebran las supuestas victorias de Trump sobre el establishment. Cuando los verificadores de hechos señalan las falsedades en sus discursos, eso solo refuerza entre los asistentes la idea de que no se puede confiar en los medios tradicionales. La corrección en sí se convierte en prueba de persecución.
Entre los expertos que monitorean la radicalización y los movimientos extremistas, desde hace tiempo existe preocupación por la forma en que el movimiento MAGA ha normalizado comportamientos que antes se consideraban marginales. Llamados abiertos a la violencia política, que solían estar relegados a grupos milicianos o trolls en línea, ahora aparecen regularmente en la retórica de funcionarios electos, plataformas estatales del partido y publicaciones virales en redes sociales.
Entre las muchas promesas autoritarias que Trump hizo durante su campaña de reelección en 2024, “la represalia” fue un tema central. Repitió un lenguaje autoritario sobre purgar las instituciones civiles, y lejos de escandalizar a su base, la energizó.
Es esta adopción de la política retributiva lo que hace que el fenómeno MAGA sea fundamentalmente distinto de los movimientos conservadores previos en la historia estadounidense. El objetivo no se limita a lograr victorias legislativas o nombramientos judiciales.
La meta de Trump es la dominación total. Su insistencia en una “victoria total” y la forma repetida en que enmarca a Estados Unidos como un campo de batalla bajo asedio no deja espacio para el compromiso democrático.
Esa visión del mundo ha tenido consecuencias medibles para las normas democráticas. La confianza en la legitimidad de las elecciones ha caído drásticamente entre los republicanos. Una encuesta de Pew Research de 2024 encontró que más del 70% de los votantes de Trump creen que no se puede confiar en futuras elecciones si su candidato no gana. Esta erosión de la fe democrática no es un efecto colateral; es el resultado de un mensaje deliberado.
Los problemas legales de Trump —incluyendo condenas por delitos graves, sanciones civiles y acusaciones federales— se convirtieron paradójicamente en fuentes de orgullo entre su base. Lejos de debilitar su imagen, estos reveses fueron reinterpretados como señales de su autenticidad y condición de víctima. En el material de campaña, las fotos policiales fueron reutilizadas como mercancía. En sus discursos, Trump comparó su situación con la de prisioneros políticos y mártires religiosos. El efecto fue un complejo de persecución que reforzó la dependencia emocional de sus seguidores hacia él como líder.
Esa dependencia refleja patrones vistos en dinámicas de culto. El liderazgo es personalizado e incuestionable. La información externa se descarta como hostil. La cohesión interna depende de una mitología compartida. La disidencia se castiga, a veces violentamente. Figuras del movimiento MAGA que han expresado incluso críticas limitadas hacia Trump han enfrentado amenazas, acoso y excomunión permanente.
La naturaleza sectaria del movimiento ha sido comparada con levantamientos populistas autoritarios en otras partes del mundo. Pero en Estados Unidos, lo que hace que MAGA sea particularmente peligroso es su entrelazamiento con las estructuras del gobierno y las fuerzas del orden. Desde oficinas de alguaciles locales hasta grupos parlamentarios en el Congreso, la ideología ha encontrado espacios institucionales. En algunos estados republicanos, la lealtad a Trump supera la fidelidad a la ley, al precedente o incluso a la Constitución de los Estados Unidos.
Ese cambio ha tenido consecuencias tangibles. En los últimos años, funcionarios locales aliados de Trump se han negado a certificar resultados electorales, han amenazado a miembros de juntas escolares y han promovido auditorías impulsadas por teorías conspirativas. El movimiento posterior a 2020 para tomar el control de juntas electorales de condado, reemplazar secretarios de estado y postular leales a MAGA para cargos judiciales revela una estrategia a largo plazo: controlar los resortes del poder estatal para imponer una visión radical de lealtad política.
A pesar de estas amenazas al gobierno democrático, el movimiento MAGA sigue siendo sumamente eficaz al presentarse como populista y de base. Muchos de sus adherentes más fervientes no son operadores políticos, sino personas comunes que han sido radicalizadas por años de distorsión mediática, ansiedad cultural y estancamiento económico. No se ven a sí mismos como enemigos de la democracia. Creen que son sus últimos defensores.
Esa creencia es lo que hace que el fenómeno MAGA sea difícil de combatir mediante la política convencional. El debate racional, los argumentos basados en hechos o la equidad procesal a menudo son rechazados como débiles o irrelevantes. Lo que se valora, en cambio, es la fuerza, la dominación y la pureza. La base de MAGA no espera ser persuadida. Se prepara para imponer su versión de la verdad.
Mientras Estados Unidos atraviesa un segundo mandato de Trump, la nación enfrenta tanto una crisis política como una crisis psicológica. Una parte significativa de la población obtiene identidad, propósito y sentido a partir de un movimiento definido por la desinformación, los valores autoritarios y el desprecio por las normas democráticas.
Y a diferencia de eras políticas anteriores, no existe un conjunto compartido de hechos sobre el cual construir un compromiso. El legado más duradero del movimiento MAGA puede no ser una ley específica ni un fallo judicial, sino una fractura cultural tan profunda que hace que la reconciliación sea casi imposible.
En lugar de valores humanos compartidos, ofrece una política de guerra permanente que es emocional, existencial e implacable.
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Isaac Trevik