
Fue una escena que, en la superficie, podría haber parecido un momento de rendición de cuentas. Apenas un mes después de que entrara en vigor la prohibición del aborto a las seis semanas en Florida, la congresista republicana Kat Cammack fue llevada de urgencia a la sala de emergencias con un embarazo ectópico.
Era una condición que, sin tratamiento, resulta mortal. Según informes, el personal médico dudó en actuar rápidamente, tratando de interpretar el nuevo panorama legal impuesto por una ley que ella y su partido apoyaron. Pero en lugar de reconocer el papel de la política republicana en poner su vida en riesgo, Cammack desvió la culpa: hacia la izquierda, hacia los demócratas, hacia quienes advirtieron precisamente sobre ese tipo de parálisis médica.
Su negativa a asumir responsabilidad, incluso frente a un daño personal, se ha convertido en una característica definitoria de la política republicana en la era de Trump. El patrón ya es inconfundible. Cuando las leyes fallan, cuando las promesas se desmoronan, cuando reina el caos, la culpa —según el Partido Republicano— siempre recae en otra parte.
En el centro de esta dinámica está Donald Trump, quien hizo campaña presentándose como la única fuerza capaz de arreglarlo todo. Arreglaría el sistema de salud, el crimen, la inmigración y la posición de Estados Unidos en el mundo.
Solo él podía lograrlo, dijo. Pero desde el inicio de su segundo mandato en la Casa Blanca, cuando cada resultado prometido ha quedado corto o ha empeorado, no ha asumido responsabilidad. Solo ha señalado a otros con acusaciones.
Trump continúa afirmando que el expresidente Joe Biden tiene la culpa de prácticamente todos los problemas nacionales ocurridos desde que dejó el cargo en enero.
Eso incluye asuntos que comenzaron durante el propio mandato de Trump o que surgieron directamente de políticas impulsadas por él mismo.
Trump señala la inseguridad fronteriza, el narcotráfico, la inflación y la inestabilidad internacional como fallos de Biden, a pesar de haber enfrentado métricas iguales o peores mientras estuvo en el poder. Su estrategia no consiste en presentar pruebas ni análisis, sino en repetir acusaciones hasta que se solidifiquen en el discurso público. En este contexto, la culpa no es solo una retórica. Es infraestructura.
La estrategia también va mucho más allá de Trump. La agenda legislativa más amplia del Partido Republicano está plagada de contradicciones y giros retóricos. Sus miembros promueven leyes que eliminan redes de protección social o restringen derechos civiles, y luego atribuyen las consecuencias sociales al “liderazgo demócrata”.
Apoyan recortes presupuestarios a la educación pública, y después hacen campaña criticando el fracaso de las escuelas. Eliminan mecanismos de supervisión y desregulan industrias, y luego culpan a burócratas cuando ocurren desastres. Las consecuencias de sus políticas nunca se reconocen. Solo se redirigen.
La experiencia de la congresista Cammack es particularmente impactante, pero representa un patrón más amplio dentro del manual republicano. En todo el país, legisladores del GOP han apoyado leyes que criminalizan la atención reproductiva, imponiendo miedo de persecución legal sobre los médicos y dejando a los pacientes en situaciones de vida o muerte sin solución.
Cuando esas leyes empiezan a cobrar vidas o a negar atención médica, la respuesta republicana es culpar a la “histeria liberal”, a “jueces activistas” vagamente definidos, o insistir en que las leyes están siendo “malinterpretadas”. El objetivo no es gobernar con responsabilidad. Es controlar la narrativa y eludir la rendición de cuentas.
Este patrón no es accidental ni incidental. Es estructural. El Partido Republicano ha cultivado, durante años, un ecosistema donde mentir no solo se tolera, sino que se exige.
Las promesas de campaña rara vez están destinadas a cumplirse. Existen para agitar emociones, avivar temores y movilizar lealtades. Cuando esas promesas falsas colapsan bajo el escrutinio o fracasan en la práctica, se recurre a la distracción como defensa.
En este esquema, la verdad es un obstáculo. Los funcionarios republicanos distorsionan repetidamente sus propios antecedentes: se atribuyen leyes que no apoyaron, presumen de cifras económicas inexactas, citan tendencias delictivas que contradicen los datos del FBI y proclaman logros que en realidad pertenecen a gobiernos anteriores.
Mienten sobre lo que van a hacer, luego mienten sobre lo que han hecho, y finalmente mienten sobre por qué nada funcionó. El ciclo es intencional. Permite presentar el fracaso no como prueba de políticas defectuosas, sino como evidencia de un sabotaje enemigo.
Por eso la máquina de furia del Partido Republicano apunta no solo a los adversarios políticos, sino a la idea misma de la verdad. Instituciones no partidistas —desde la Oficina de Presupuesto del Congreso hasta los tribunales federales y las autoridades electorales— son tratadas como sospechosas en cuanto contradicen la narrativa republicana.
La experiencia se presenta como sesgo, la evidencia como manipulación y la verificación de hechos como censura. Esto facilita vender al público una versión de la realidad que no depende de datos, sino de la lealtad emocional.
Pero nada de esto sería posible sin la audiencia. Una parte considerable del público estadounidense no está simplemente mal informada. Está comprometida con permanecer en la ignorancia. Los votantes rechazan rutinariamente información verificable cuando entra en conflicto con su identidad política. Consumen medios partidistas que refuerzan falsedades, comparten teorías conspirativas que encajan con su visión del mundo y descartan las correcciones como ataques partidistas. No se debe a ignorancia. Es una elección deliberada.
Este aislamiento intencional de la realidad ha permitido a los líderes republicanos mantener un ciclo de retroalimentación en el que el fracaso se reconfigura como victimismo. Cuando Trump gestionó mal la respuesta a la pandemia, culpó a los gobernadores, a China y a la Organización Mundial de la Salud. Cuando sus políticas migratorias provocaron desastres humanitarios, culpó a las “ciudades gobernadas por demócratas”.
Cuando la inflación se disparó a nivel global durante y después de la pandemia, insistió en que la culpa era exclusivamente de Biden, ignorando los billones en gastos y recortes fiscales que él mismo promulgó, muchos de los cuales avivaron las distorsiones económicas de largo plazo.
Incluso ahora, el mensaje de Trump no es uno de planes o soluciones. Es una lista de agravios. Es un catálogo de traiciones y enemigos que, según él, conspiran para impedirle alcanzar la grandeza. No hay reconocimiento de que muchas de las crisis que denuncia tienen raíces en su propia gestión. Simplemente borra ese contexto y lo reemplaza con culpables.
Los republicanos en el Congreso imitan la fórmula. Convocan audiencias no para legislar o investigar con seriedad, sino para escenificar rituales de culpa contra universidades, empresas tecnológicas, funcionarios públicos o cualquiera que desafíe su visión del mundo.
Cuando sus políticas generan sufrimiento —ya sea por el cierre de hospitales rurales, sistemas de agua contaminada, censura de libros escolares o aumento de la mortalidad materna—, atacan a alcaldes, maestros, inmigrantes o a la “ideología woke”.
Ese patrón se mantiene incluso cuando los legisladores republicanos dominan tanto las legislaturas estatales como los tribunales. Tener el control nunca se traduce en asumir responsabilidad.
La función más profunda de esta estrategia es evitar por completo la coherencia política. Al no aceptar jamás la responsabilidad por los resultados, este culto político no tiene que reconciliar sus contradicciones internas.
Puede declararse a favor del orden público mientras apoya a quienes atacaron el Capitolio. Puede oponerse al déficit mientras lo amplía. Puede proclamar apoyo a los veteranos mientras recorta sus beneficios. Mientras se pueda desviar la culpa, no será necesario rendir cuentas. La actuación reemplaza al gobierno.
Lo que hace que esto sea especialmente peligroso es el efecto que tiene sobre los incentivos políticos. Cuando mentir se recompensa, y cuando los votantes celebran a los políticos que se niegan a retractarse de falsedades evidentes, la próxima generación de líderes aprende que la verdad es un riesgo.
El candidato ideal ya no es quien entiende de políticas públicas, sino quien puede dominar el ciclo de la culpa. Quien siempre sabe a quién culpar. Quien convierte cada revés en prueba de persecución. Quien usa la indignación como sustituto de las respuestas.
Este es el ecosistema en el que se encuentran figuras como Cammack, obligadas a negar incluso su propia experiencia vivida si amenaza con implicar la mentira del partido. Admitir que las políticas republicanas pusieron en peligro su vida alteraría la narrativa, plantearía preguntas incómodas y revelaría fisuras en la imagen de fuerza y certeza. Desde la perspectiva del partido, es preferible atacar a quienes dieron la voz de alarma, aunque hayan tenido razón.
En este sistema, gobernar es indistinguible de hacer marketing. Las propuestas se venden como productos de consumo: sin garantía, sin durabilidad y sin servicio postventa. Una vez que fracasan, comienza una nueva ronda de búsqueda de culpables.
Se culpa a la prensa por la mala cobertura. Al público por no entender. A actores extranjeros por interferir. A los opositores por obstruir. Siempre hay alguien más a quien acusar. Nunca quien está al mando. Nunca Trump.
El resultado es una política de evasión. No solo de los hechos, sino de la responsabilidad. No solo de la complejidad, sino de las consecuencias. Y en su centro está un hombre que se proclamó el único capaz de arreglarlo todo como salvador de Estados Unidos. Un hombre inepto e inútil que prometió orden, prosperidad y grandeza para ser reelegido, y que ahora dedica cada minuto a culpar a otros —sobre todo al presidente Biden— por sus propios fracasos autoinfligidos.
Trump le ha enseñado a su base que culpar es poder. Que la verdad puede romperse y reconstruirse para adaptarse a cualquier fracaso. Que la lealtad importa más que la evidencia. Y al hacerlo, ha transformado a un partido político importante en una máquina que no resuelve problemas. Solo vende excusas y obtiene ganancias del colapso.
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Gil Corzo (AP) and Julia Demaree Nikhinson (AP)